Son muchos los que quieren un muerto, pero nadie asume la responsabilidad de desempeñar el papel de verdugo. Para compensar son muchos los sepultureros dispuestos a echar paladas de fango para prepararle la tumba al anarquista.
Un ballet obsceno y desvencijado en torno a una horca: «tolerancia cero», culpas que rebotan entre instituciones, cambios de rumbo de acuerdo a la audiencia, el espectro de la anarquía que mantiene «en jaque» al gobierno, o más bien al Estado, y luego los anarquistas «masacradores» en connivencia con los mafiosos masacradores, con el Partido Democrático por comparsa.
Un teatro mal escrito y mal declamado, un esforzarse de «expertos» ignorantes, mentirosos profesionales y compulsivos, bajo periodismo, indolencia y ruindad que no hace más que revelar cuál es la potencialidad de un individuo que emprende en solitario una lucha contra el moloch estatal. Un moloch que, entre otras cosas, sus propios constructores declaran bien frágil si unas pintadas en la pared, unos escaparates rotos y algún coche incendiado bastan para ponerlo en «peligro».
Se mire como se mire, la lucha de un anarquista que hallándose arrojado a un régimen de tortura ha hecho pedazos el relato dominante. A pesar del ridículo intento de presentarlo como connivente con (o, peor aún, bajo la dirección de) la mafia, a pesar del ridículo intento de tergiversar sus actos y palabras, parece que prevalece un poco de sentido crítico y el intento de socavar su credibilidad e integridad obtiene el efecto contrario de sacar a la luz la coherencia recta de los antiautoritarios y revolucionarios que defienden y siguen defendiendo ideas y prácticas, sin dejarse distraer por los fuegos artificiales de la política mediática postmoderna. Y se unen donde la represión querría dividir.
Si se desvía la atención por la cortina de humo que se ha levantado, obligando así a responder a despropósitos de mal gusto, bastaría con apelar a la prueba angular del pensamiento antiautoritario: hablar de una fusión entre anarquistas y mafia (y su añadido de que el antagonismo en la calle apoya a los «mafiosos») es un oxímoron, así como lo sería hablar de una fusión entre anarquistas y Estado para quienes, por si alguien lo había olvidado, siempre han hecho del rechazo a la delegación política un baluarte contra las derivas representativas y el mercadeo que albergan. Del mismo modo que oponerse a la cárcel y a la tortura no significa santificar a todos cuantos están adentro, a menudo mano de obra sometida (y/o asimismo aplicador) a las mismas dinámicas políticas y autoritarias.
El anarquismo tiene la culpa de haber sido barrido y maltratado por la historiografía oficial o fagocitado en el vórtice de ese analfabetismo cultural típico de la incultura digital del siglo XXI, y sin embargo su contribución al desarrollo de las tensiones y del recorrido revolucionario de los dos últimos siglos ha sido fundamental, si bien a menudo sobreexpuesto al riesgo de instrumentalizaciones, depuraciones internas o la autodisolución, incapaz de hacer fructificar a largo plazo los resultados obtenidos.
Sin embargo el anarquismo tiene el mérito de ser mala hierba, tenaz y difícil de extirpar, que resurge con más fuerza si se intenta eliminarla. Esto es lo que estamos viviendo. La mercurial capacidad de unirse y dividirse, la fluidez e imprevisibilidad han hecho que haya habido la capacidad de plantear una de las cuestiones más espinosas, censuradas y tergiversadas: cárcel y regímenes de tortura. Tanto habría por discutir, en lo inmediato y en perspectiva. Ahora hay un hombre al que apoyar, hasta el final, dado que sobre su piel están jugando demasiados, sin ningún pudor.
Anna
5/2/2023
NdT: Cesare Beccaria fue un ilustrado lombardo del XVIII que se ocupó especialmente del sistema punitivo. Se lo considera un avanzado porque, entre otras cosas, se opuso a la pena de muerte.