Cuatro y ciento cincuenta

«Caro señor Maestro, mi hijo no se puede inscribir en la Balilla, somos pobres y no tenemos ninguna necesidad de odio»

Es el mensaje que escribía un hombre en los años ’30 para el maestro de su hijo, un mensaje que se podría escribir aún hoy. No tenemos ninguna necesidad de odio. No de ese odio contenido en la lengua del Estado, esa que asesina con la frialdad típica de la burocracia, esa que tiende a justificar incluso las mayores ignominias. Una lengua a la que ya siquiera prestamos atención por lo acostumbrados que estamos a escucharla continuamente, sin reflexionar sobre su verdadero significado. Esa lengua que describe a la persona con el color de piel diferente al suyo como “carga residual”, como desecho cuyo destino es el vertedero. Una lengua que no se detiene ante nada, ni siquiera ante pequeños cuerpos de niños muertos alineados unos al lado de otros, porque en el fondo, incluso esa contabilidad es, para muchos, un asunto puramente burocrático. Son cifras que mañana ya llenarán estadísticas, no de pobres desgraciados ahogados mientras tenían la esperanza ante sus ojos: cuatro días navegando y la costa a solo 150 metros. Pero a la severidad lingüística de la burocracia nada le importan los pobres desgraciados. No se plantea lo larga que puede hacer una noche con el terror entre las piernas. No le importa si un viaje puede costar la vida, porque esta viaja en vuelos de Estado.

Ahora bien, esa lengua no surge de la nada de forma aséptica, sino que es la expresión de un pensamiento muy concreto: el del Dominio, que a su vez se encarna en hombres y mujeres que tienen rostro, no solo palabras que hieren.

Entonces el odio puede volverse útil, ahí es donde lo necesitamos; un odio sano que no sea fruto del sembrado por los poderosos para justificar la guerra entre pobres, sino que identifique claramente al verdadero enemigo. Que desborde del corazón y empuje a armar los propios deseos, porque el odio puede ser un sentimiento noble que no tranquiliza la conciencia, al contrario de la indiferencia que deja a uno tranquilo mirando la pantalla de su smartphone, pasando de un naufragio al cotilleo con la misma intensidad emocional.

Encauzado en la justa dirección, tenemos la necesidad de odio, que nos ayude a no vernos únicamente mojando con lágrimas estas hojas sobre las que escribimos…

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Traducido de: Biblioteca Disordine