El mejor ataque no es la defensa.
Carta abierta (y desesperada) a quienes comen nuestro mismo pan.
Queridos compañeros,
es a vosotros y sólo a vosotros (quebrantadores, no intermediarios de consenso; soñadores definitivos, no pragmáticos a la ocasión; abstenerse militantes y oportunistas) a quienes nos dirigimos en estos momentos oscuros, cuando cada horizonte parece cerrarse definitivamente a nuestra mirada. A vosotros, conocidos a lo largo de los años en Italia y por el mundo, o totalmente desconocidos, los únicos que podéis comprender nuestro actual estado de ánimo y nuestras palabras. Muchos afirman que quien no tiene una esperanza que transmitir debe callar. Aunque eso explicaría el silencio en el que muchos estamos cayendo, no estamos de acuerdo. Más bien, en un cierto sentido, pensamos justo lo contrario: quien debe parar es quien persiste en vender encantadoras narraciones (desde el paraíso celeste como premio a la resignación terrena hasta el comunismo como resultado inevitable del desarrollo del capitalismo, pasando por la insurrección que viene en cada movilización ciudadana. Sobre todo ahora –con una humanidad bien encaminada hacia la extinción, un planeta en colapso ecológico, una carnicería social que se agrava día a día, una guerra que ostenta armas nucleares, una servidumbre voluntaria tan generalizada como para hacer ridícula toda aspiración a la más mínima libertad–, más que nunca, nos parece urgente y esencial mirar a fondo la realidad y no quedarse en la superficie de las cosas para extraer confortantes ilusiones. Por eso esta carta es desesperada, porque nace de la incomodidad frente a una situación que se presenta en todos los aspectos sin esperanza, sin salida.
No lo escondemos. Hemos apostado por el encuentro de pensamiento y acción, estamos asediados por la opinión y por la representación. Hemos invocado al Único y su propiedad, estamos rodeados del Selfie y su vanidad. Hemos intentado difundir la utopía, estamos sumergidos por el realismo. Hemos amado las ideas mas exorbitantes y singulares, estamos a merced de la propaganda más homologadora y masificante. Hemos deseado el despertar de la conciencia, nos encontramos atrapados en el cálculo del algoritmo. Hemos dado prioridad a la ética, somos arrollados por la política. La poesía habrá sobrevivido a Auschwitz (¿y a la televisión?), pero el pensamiento crítico ha sido aniquilado en Silicon Valley. Nos hemos vuelto como los revolucionarios alemanes que encontró Stig Dagerman al acabar la guerra: ruinas vivientes, dignos pero intratables.
¿Y ahora? ¿Que (nos) queda por decir cuando las palabras han perdido en todas partes todo significado? Arriba como abajo, en los edificios como en las plazas, todo se ha transformado una charlatanería quejumbrosa, en una descomunal farsa que deja desánimo y confusión.
La enésima demostración en este sentido la ofrece la reacción a la huelga de hambre indefinida emprendida por el detenido anarquista Alfredo Cospito, sobre cuyo anunciado, previsto, temido, por algunos deseado cadáver, ha comenzado un auténtico baile mascarado.
¿Habéis oído hablar de Satanta, es decir, Oso Blanco, jefe-guerrillero de los Kiowa, una de tantas tribus de Nativos americanos?. Alto, de complexión fuerte, participó en muchas batallas distinguiéndose por su valor. Fue uno de los primeros jefes indios en ser procesado por un tribunal blanco. Estuvo dos años en la cárcel y luego fue liberado, pero temiendo que pudiera avivar el instinto guerrero de los indios más jóvenes, poco después fue encarcelado de nuevo. Durante algunos años Oso Blanco pasó horas y horas mirando a través de las rejas. Su mirada se dirigía hacia el norte, el territorio de caza de su pueblo. Cuando comprendió que no volvería a cabalgar libre entre bosques y prados, cuando comprendió que nunca volvería a dormir en un tipi (tienda con la base circular, símbolo de movimiento e igualdad), cuando entendió que nunca más volvería a ver a los miembros de su tribu, sino que se pudriría en una celda rectangular de cemento, decidió ponerle final. Se tiró por una ventana del hospital de la prisión de Huntsville, en Texas, el 11 de octubre de 1878. Una elección comprensible la suya. Una elección humana.
También Alfredo es alto y hasta hace poco tiempo de complexión fuerte; no es un piel roja, es un anarquista que dio con sus huesos en la cárcel hace 10 años por disparar a la pierna al principal promotor de la energía nuclear en Italia, el director general de Ansaldo Nucleare. Desde el 20 de octubre está llevando adelante una huelga de hambre en protesta contra el régimen carcelario 41 bis, al que está sometido desde el pasado mayo. Su vida está en riesgo, pero no tiene la intención de abandonar. Dice que seguirá adelante hasta su último aliento, y conociendo su cabezonería y determinación, es capaz. Sólo él puede decir lo que puede y lo que no quiere aceptar. Sólo él puede decidir qué hacer con su propio cuerpo. Cómo vivir, cómo morir. Y por qué.
Hasta aquí, nada que objetar. Cada uno sus propias decisiones, sean compartidas o no. Sin embargo, a diferencia de Oso Blanco, Alfredo Cospito ha hecho una elección política. Está desafiando a la muerte para llevar a cabo una reivindicación concreta. Con su huelga de hambre quiere obtener la abolición del 41 bis, tiene la intención de forzar al Estado a suprimir de sus propias normas la llamada «cárcel dura». Con el trascurso de los días, la expansión de acciones solidarias más o menos flagrantes en todo el mundo y el acercamiento de un trágico desenlace, su batalla suscita cada vez más clamor. Que los reaccionarios se indignen por este «chantaje» a las instituciones por parte de un presidiario está en el orden de las cosas y no vale la pena detenerse. De la misma manera, no sorprende que progresistas o pseudo-disidentes de vario tipo se abalancen sobre esta «protesta civil no-violenta», por lo que sólo podemos encogernos de hombros ante la solidaridad expresada por las benévolas almas de siempre (curas, intelectuales, artistas), y taparnos la nariz ante la manifestación de figuras inmundas (como magistrados, ex-ministros y neofascistas)… Es el juego de roles, inútil intentar encontrarle un sentido.
Dicho esto, no podemos dejar de plantear una pregunta a quien tiene oídos y corazón para escucharla: ¿habría sido posible tanto meloso interés transversal si la reivindicación inicial no fuera de carácter político-humanitario? Esto lo explica muy bien el mismo abogado del anarquista cuando declara que «el mérito de Cospito es haber vuelto a llevar al debate público las cuestión del 41 bis y si es o no compatible con la Constitución». No son simplemente las palabras de un abogado que hace su trabajo de la mejor manera posible, es la única prospectiva posible de la cuestión que se plantea: si la función de la cárcel es reeducar, como pretenden hacernos creer, ¿qué sentido tiene un duro régimen punitivo como el 41 bis? ¿El Estado no debería abolirlo, o al menos limitarlo al máximo (a los mafiosos que disuelven niños en ácido, recita el estribillo popular)?. Ni social, ni popular, ni de clase, mucho menos nihilista, sino institucional. Esto se refleja y se reafirma en la petición a favor de Cospito dirigida «A la Administración, al Ministro de Justicia y al Gobierno» firmado por decenas y decenas entre los cuales juristas, magistrados y académicos de vario título: «Configurar como desafío o chantaje la actitud de quien hace del cuerpo el instrumento último de protesta y afirmación de su identidad es traicionar nuestra Constitución, que sitúa la vida humana y la dignidad de la persona a la cabeza de los valores, a cuya protección se encomienda el Estado, por su propia legitimidad y credibilidad, no como concesión a quienes se le oponen. Ahí radica la diferencia entre los Estados democráticos y los regímenes autoritarios»
Basta con leer estas frases y los nombres de los firmantes para entender lo que realmente motiva su interés: el intento de salvar lo que se pueda del naufragio en que se ha sumido el derecho. En un cierto sentido no se equivoca quien afirma querer salvar a Alfredo Cospito para defender la democracia, ya que esta última está tan deslegitimada que es necesario contrarrestar sus aberraciones con algún gesto noble. Salvar la vida de un anarquista que no ha matado a nadie podría ser la ocasión adecuada. «Si, es verdad, hemos asesinado a los detenidos en revuelta de Módena y hemos provocado una carnicería en Ivrea, hemos hecho la vida imposible a millones de personas, pero venga, en el fondo hemos sido clementes con ese anarquista…». Esto es lo que puede conducir a un Gherardo Colombo a preocuparse por Cospito, quien siempre será recordado como el magistrado que asesinó a Pinelli por segunda vez. Motivación que se puede ampliar a quien, como Adriano Sofri o Donatella Di Cesare, ha participado en el linchamiento de los opositores al pasaporte sanitario.
Pero todas las efusiones ocasionales de buenos sentimientos en este mundo ya no son capaces de ocultar la cruda y desnuda realidad: la democracia es un régimen autoritario. Y esta, después de tres años de humillación de la vida humana y de la dignidad de las personas por parte del Estado en nombre de la salud pública, no es una crítica radical elaborada por unas pocos exaltados; es una banal constatación.
No hace falta ser anarquista para entender que la Constitución sólo es papel del culo, basta ver el reiterado uso público que han hecho de ella sus propios admiradores en este último periodo. Incluso aquellos que se han forjado una sólida erudición y reputación filosófica sobre la exégesis del derecho se han visto obligados recientemente a admitir que ya no pueden «enfrentarse a un jurista o a cualquiera que denuncie la forma en que el derecho y la constitución han sido manipulados y traicionados, en primer lugar para no poner en cuestión el derecho y la constitución. ¿Quizás sea necesario, para no hablar del presente, recordar que ni Mussolini ni Hitler tuvieron la necesidad de cuestionar la constitución vigente en Italia o Alemania, sino que encontraron en ellas los dispositivos que necesitaban para instaurar sus regímenes? Es posible, por tanto, que el gesto de quien pretende basar su batalla en los derechos y la constitución haya perdido de entrada… es como si ciertos procedimientos o ciertos principios en los que se creía o, más bien se fingía creer, ahora mostrasen su verdadero rostro, al cual no podemos dejar de mirar». Es paradójico que lo que ha sido capaz de entender hasta un académico como Agamben, se le escape a la mayor parte de los subversivos que hoy piden en voz alta el fin del 41 bis. Empujados por la presión moral dirigida a evitar la muerte de un anarquista, no comprenden el sentido de su movilización.
Baste observar, en relación con esta huelga de hambre en curso, cuán invariable permanece el tono si de los edificios y aulas de tribunal se baja a la calle. De hecho, resulta cuanto menos patético. Dejemos de lado el vergonzoso panegírico a la santidad del martirio. Pero ¿qué decir de esa continua distinción entre mafiosos malos y anarquistas buenos, o de la lamentable denuncia de la desproporción entre los actos cometidos y la penas infligidas (que ciertamente no es ninguna novedad, considerando los 14 años de reclusión por las jornadas de Génova 2001), recursos adecuados en los tribunales, pero decididamente nauseabundos en boca de quien no tiene la audacia de afirmar siempre y sólo la destrucción de la cárceles? ¿Qué decir de la «obsesión cuantitativa» que tanto hincha pero que nada hace crecer, cultivada por quien considera los ocasionales vómitos de conciencia de magistrados e intelectuales como testimonios de amplio consenso? Beh, ciertamente es imposible decir qué es más involuntariamente cómico, si la propuesta presentada por un político noruego de conceder el Premio Nobel de la Paz a uno de los mayores señores de la guerra (el secretario de la OTAN), o la iniciativa de algunos «anarquistas» destinada a romper el «ensordecedor silencio del inquilino del Quirinal», a «despertar la conciencia (y el dichoso sueño…) de quienes deberían proteger la seguridad de Alfredo». Al saber que para quien no deja de declararse «solidario con Alfredo y sus prácticas» un jefe de Estado debería velar por la salud de un enemigo del Estado, entran ganas de parafrasear las palabras de un célebre anarquista francés sobre el patíbulo — en la guerra virtual que han declarado a la burguesía ciertos anarquistas piden tutela; no dan muerte, pretenden no sufrirla.
Contrariamente a quien se deleita en un espejismo, deduciendo una electrizante debilidad del Estado de las declaraciones de algunos periodistas televisivos que comentan la huelga de hambre de Cospito, a nosotros nos parece lo contrario, que son los anarquistas quienes se han vuelto más que débiles, auténticos esbozos, cuando pasan a ser megáfono de batallas políticas constitucionales. El Estado ya ni siquiera tiene la necesidad de liquidar al movimiento anarquista, lo ha hecho él solo, renunciando a las propias ideas para poner en práctica convergencias tácticas pragmáticas. Si gran parte de la izquierda se une hoy a los anarquistas, no es porque se vea obligada a ello por la fuerza de los acontecimientos, sino porque estos anarquistas son ahora casi los únicos que aceptan la invitación a «decir algo de izquierdas, algo que no sea de izquierdas, algo decente… algo… algo» – como pedir la abolición del 41 bis. Entre otras cosas, ¿os habéis preguntado qué posibilidades de victoria caben en una lucha como esta? Considerando que la agonía de un anarquista en prisión y algunos escaparates rotos difícilmente podrán conseguir en 2023 doblegar al Estado más de lo que lo hicieron las bombas de la mafia de hace treinta años, ¿qué más queda sobre la mesa? ¿Su salida concreta del 41 bis y la no aplicación del ergastolo ostativo? Pues vaya gran victoria: sólo le esperarían 20 años de prisión en Alta Seguridad…
Hace cuarenta años había quienes criticaban la propuesta de la amnistía para los prisioneros políticos siguiendo este razonamiento: la presión moral de cuatro mil cuerpos muriendo en soledad no puede justificar la negociación con el Estado, no debemos pedir la liberación de los compañeros para continuar la lucha, debemos continuar la lucha para imponer la liberación de los compañeros. Teniendo en cuenta los diversos contextos históricos, efectivamente ha pasado un milenio si hoy hemos llegado al punto de hacer del cambio de régimen penitenciario de un compañero (más tres estalinistas y algún centenar de supuestos mafiosos) el objetivo de la movilización de todo un movimiento. Se tiene un bello cuento que narrar acerca de la gran potencia anarquista en el conjunto de la situación italiana, imaginando ahora hordas de burgueses enfadados con el Estado culpable de haber «desatado» a los anarquistas, igual que ayer se imaginaba la resurrección de la Comuna de París bajo los cielos de Venaus. El hecho es que hoy el Estado domina con semejante ausencia de oposición, que puede permitirse cualquier cosa, desde hacer que los anarquistas se pudran en prisión de la forma que guste, a incriminar a sindicatos por extorsión, hasta aplicar vigilancia especial a activistas ecologistas. ¿Por qué no debería hacerlo? ¿Porque es anticonstitucional? Si ha encerrado en casa a 60 millones de ciudadanos honestos sin que casi ninguno dijese ni pío, es más, entre aplausos de muchos r-r-r-revolucionarios, bien podrá enterrar vivo a un anarquista. Y sin tener que justificar siquiera sus acciones. ¿A quién debe rendir cuentas? ¿A los periodistas? ¿A los intelectuales? ¿A los políticos? ¿A los juristas? ¿A la opinión pública? ¿A los súbditos que tienen miedo de su propia sombra y hasta de su propia respiración? ¿A esos subversivos que solo son capaces de exigir que el Estado se comporte de forma más benévola, más equitativa, más justa?
La victoria del Estado es total cuando sus enemigos se limitan a hablar su misma lengua y demuestran que ya no quieren asaltar el cielo (se contentan con defender algunas guaridas en la tierra).
Alfredo Cospito todavía está vivo y sigue con su huelga de hambre. Hace lo que puede y lo que se le ocurre para salir del agujero en el que ha sido encerrado. Pero como está en las manos del Estado, y es exclusivamente en el terreno institucional donde se desarrolla este juego, no hay motivos para ser optimistas sobre su destino. El gobierno tiene muchas posibilidades. Puede pasar y seguir recto según la tradición patriótica, puede prolongar el calvario del detenido mediante alimentación forzada, puede mostrarse magnánimo hoy para ser aún más cruel mañana. También podría mostrar una cierta disposición humanitaria para luego cortar («ups, ha habido una complicación, lo sentimos, hemos hecho todo lo posible, pero ya sabéis, su cuerpo estaba debilitado»). Como todo jugador sabe, a la larga, la banca siempre gana.
«Si me han condenado al exilio, yo los condeno a quedarse en su patria», parece que afirmaba Diógenes el cínico. ¿Arte de poner buena cara al juego sucio o furiosa filosofía de vida? Amados compañeros, nosotros también estamos condenados al exilio, a un exilio permanente, ya que no hay sitio para nosotros en este mundo. Sueño a sueño, deseo a deseo, libertad a libertad, nos están arrebatando todo. Y la consciencia de que la extinción de los amantes de la libertad será antesala de la de los defensores de la autoridad no es gran consuelo. Pero aquí, en medio de la soledad y la desesperación, no sólo hay abatimiento, amargura, melancolía, náusea. Aquí hay también lo que se llama el coraje de la desesperación, esa determinación que nos empuja a intentarlo todo porque ya no se tiene nada que perder.
Encontremos este coraje. Condenemos a los bípedos domesticados a quedarse en su patria sin perder más tiempo detrás de sus partidos, sus clases, sus movimientos. Enriquezcamos las vías de exilio. Preparémonos para afrontar la soledad. Entrenémonos para sobrevivir en el desierto, a movernos en el desierto, a combatir en el desierto. Sin lastres, sin piedad. Por furiosa filosofía de vida.
Muerte, la vida está al acecho.