Un Estado que entra en guerra con otro Estado debe, en primer lugar, obligar a su propia población a luchar, es decir, a convertirse en carne de cañón. Por eso Simone Weil escribió que la guerra «constituye ante todo un hecho de política interior, y el más atroz de todos». Una vez iniciada la guerra, los soldados que mueren tienen que ser sustituidos por otros. Generalmente, cuanto mayores son las pérdidas en el campo de batalla, mas espacio deja sentimiento nacionalista al rechazo a morir, que se extiende de los soldados a sus familiares. La renuncia, la deserción, la fuga, las protestas de los familiares hacen que los medios de reclutamiento sean aún más coercitivos y que los alistados sean cada vez menos “aptos”. Si a continuación otros Estados suministran el armamento en relación con los logros del ejército en el campo de batalla, se disimularán los reveses militares, los civiles serán alcanzados por soldados fracasados del ejército enemigo e incluso se alistará a paralíticos. Esto es lo que está ocurriendo en Ucrania, donde el gobierno ha declarado su intención de alistar a otras quinientas mil personas, incluidas las que viven en el extranjero, para reemplazar a un número más o menos similar de soldados muertos. Para continuar la guerra, el Estado debe hacer la guerra a su propia población. Sus financiadores y proveedores de armas internacionales, por su parte, se moverán entre el cálculo de los beneficios económicos de la industria armamentística y la necesidad de no agotar demasiado sus arsenales. A partir de cierto nivel, se produce la quiebra total, cuyas responsabilidades serán volcadas por los “aliados” sobre el gobierno de turno, cuya supervivencia es ahora directamente proporcional a la cantidad de carne de cañón que se envíe al frente. La realidad se impone por fin a la propaganda: en una guerra simétrica, gana la simetría del poder (número de soldados que se pueden alistar, distancia de los centros políticos del lugar de la batalla, capacidad de producir las armas necesarias para continuar la guerra, resistencia del sistema económico). Luchar contra su propio Estado se convierte entonces en la única posibilidad de supervivencia para los proletarios. Triste destino el de los revolucionarios que aceptaron luchar junto a su propio Estado. En caso de “victoria” –independientemente de lo que la propaganda consiga presentar como tal– el mérito recaerá en los componentes más nacionalistas, siempre dispuestos a acusar de “traición” cualquier hipótesis de alto el fuego, de negociación, de armisticio. En caso de derrota militar –cuyo elemento clave es el hundimiento del frente interno–, cuando se abre la oportunidad de ajustar cuentas con la propia clase dominante, se corre el riesgo de pasar por “colaborador” de un gobierno que ha llevado a la población a la carnicería, sin siquiera el atenuante de haber garantizado la integridad territorial. El fin de la masacre en Ucrania está ligado a la variable humana y de clase.
La violencia que se ejerce sobre los seres humanos y la naturaleza tiene siempre un reflejo en la violencia que se ejerce sobre las palabras. Sólo los violadores del lenguaje al servicio de la dominación pueden llamar «Arco Iris», «Primeras Lluvias», «Lluvias de Verano», «Nubes de Otoño», «Invierno Caliente», «Amanecer» a las operaciones de bombardeo, como es el caso de las llevadas a cabo por el ejército israelí contra los habitantes de Gaza entre 2004 y 2022. O llamar roof-knocking (golpear en el techo) al lanzamiento de bombas sonoras para avisar a los habitantes de una casa de que tienen un cuarto de hora para salir antes de que lleguen las bombas de verdad, una práctica en uso desde 2006 contra los gazatíes.
Para que la turbina del eufemismo burocrático se convierta en una «turbina alimentada con sangre», basta con esto: «un acto mediante el cual una única maniobra ejecutada en el cuadro de distribución de la energía conecta la red de la corriente de la vida moderna –una red dotada de amplias ramificaciones y de múltiples venas– a la gran corriente de la energía bélica» (Ernst Jünger, La movilización total).
Con un movimiento idéntico, se puede pasar de la administración del hambre a la producción industrial de cadáveres. «Las fórmulas numéricas que contienen los umbrales máximos y mínimos son lo que los militares llaman el “espacio de respiro”, el tiempo que queda antes de que la gente empiece a morirse de hambre» (Eyal Weizman, The Least of all Possible Evils). El aparato tecno-militar que puede decidir con precisión científica cuántas calorías suministrar a una población encerrada en una prisión al aire libre ya está tratando a esta última como a una explotación ganadera. Cuando llama abiertamente animales o subhumanos a sus habitantes, ha llegado el momento de la «solución final»: o la deportación o la matanza masiva. La primera se convierte en «migración voluntaria». «Nuestro problema es encontrar países que estén dispuestos a absorber a los habitantes de Gaza», dijo Netanyahu. «Estamos trabajando en ello». La principal hipótesis –defendida desde los años 50– es el desierto egipcio del Sinaí. Pero, según “Times of Israel”, el gobierno israelí negocia también con la República Democrática del Congo.
El problema es que los untermenschen palestinos no se van ni siquiera ante la masacre y el infanticidio. En la más asimétrica de las resistencias, sin Estado y sin ejército regular, la variante humana está dando un mensaje a los oprimidos del mundo entero: la Turbina puede ser saboteada, los soldados-máquina y las máquinas sin hombre pueden ser derrotadas.
Traducido de: ilrovescio.info
Apunte nuestro: untermenschen (subhumano, infrahumano) es un término ampliamente usado por los nazis para denominar a las personas que consideraban inferiores.