La violencia que los poderosos y sus siervos infligen a las palabras refleja la violencia que ellos mismos ejercitan sobre sus semejantes, sobre la vida y la naturaleza. Por eso quien percibe con sus sentidos y en el propio espíritu las injusticias del mundo está expuesto a las heridas que le provocan cotidianamente las falsas palabras. Sin embargo esas heridas –veneno y medicina al mismo tiempo, como sugiere la palabra griega phármakon– son también resquicios desde los que mirar otro horizonte.
Aún recuerdo el malestar físico que sentí hace años al toparme con un cartel publicitario que rezaba: «y el naufragio me es dulce en este yogur». Cuanto habría deseado abofetear al publicista responsable de semejante indecencia cometida contra mi amado Giacomo… Hace unas semanas tuve una sensación parecida al escuchar a Calenda en televisión apoyar las bombas de la OTAN al tiempo que se autodenominaba «gobettiano». Pero esa herida –el joven e intransigente Piero [Gobetti] tan impunemente calumniado…– me abrió un resquicio hacia otra historia. Contarlo será un silbido de solidaridad hacia quien se está jugando la vida en estos días.
Hace mucho tiempo conocí a un auténtico “gobettiano”, primero a través de sus palabras luego en persona. 1990: el “socialista-liberal” y “no-violento” Gianni Buganza acababa de salir de la cárcel militar de Paschiera del Garda, donde estaba encerrado después de su rechazo al servicio militar. En aquella cárcel había escrito una Carta a mis coetáneos (y más allá), que he leído y releído no sé cuantas veces. Treinta años después, todavía encuentro esculpidas en mi memoria las palabras con que definía las coartadas del Número y de la Fuerza tras las que nos escondemos para no actuar en primera persona: “uno de tantos, innumerables caballos de frisia que custodian las grandes zonas débiles de nuestra determinación”.
En esa época éramos un puñado de antimilitaristas –casi todos anarquistas–, quienes habíamos elegido la “objeción total” hacia el servicio militar obligatorio. Nos reuníamos con bastante frecuencia en asambleas y otras iniciativas, lo que en varios casos dio lugar a una profunda amistad.
“El palingénico”: así es como llamaba Gianni el “gobetiano” al anarquista Alfredo Cospito. Tras ese apodo afectuoso y algo burlón –que Alfredo acogió con una mezcla de ironía y orgullo– había una profunda verdad. ¿Por qué palingénico?
Como sugiere la etimología (pálin, “de nuevo”, y génesis, “generación”), la palingenesia es una “regeneración”, un “nuevo comienzo”, pero también una “recapitulación”. En la doctrina de los estoicos, que toman la idea principalmente de Heráclito, la palingenesia es la reconstitución del universo después de que el fuego lo haya destruido. Esta idea, bien presente en el orfismo y el pitagorismo, será más tarde transfigurada por el cristianismo primitivo y tenazmente combatida por la Iglesia. Si para los estoicos la regeneración-restitución del mundo es un acontecimiento cíclico – precedido cada vez por una conflagración del orden cósmico–, en el cristianismo primitivo coincide con el advenimiento del Mesías, es decir, con una ruptura histórica definitiva. Una ruptura tan radical que recapitule y al mismo tiempo redima toda la Historia. La palingenesia, según Orígenes de Alejandría, es precisamente el momento en que todas las criaturas se reintegran en la plenitud de lo divino, incluidos Satanás y la muerte. Como suele decirse, un vasto programa. Derramado sobre la Tierra y “pasado como un hierro candente” sobre la materialidad de las relaciones humanas a través de la teoría y la práctica de la revolución social.
Mientras los historiadores liberales y conservadores se afanan en achacar todas las infamias del siglo XX al “mito palingenésico” (tensando demasiado la cuerda, como es bien sabido, los explotados se convierten en “totalitarios”…), el concepto de palingenesia ha encontrado fortuna en otros campos: en geología, es “el fenómeno por el cual, en las zonas profundas de la litosfera, las rocas ya solidificadas vuelven a fundirse”; en biología, la teoría según la cual la ontogenia de todo individuo (es decir, el proceso de desarrollo de embrión a organismo) recapitularía todas las fases de la evolución de la especie. En este zigzagueo entre disciplinas, retornan ciertos elementos: temperaturas de fusión, relación entre recapitulación y regeneración, la incierta frontera entre detener el tiempo y restaurar el pasado…
La palingenesia en sentido ético y existencial es lo que recorre la vida y la obra de Carlo Michelstaedter. Si el apego ciego a la existencia acelera el tiempo en la ansiedad del futuro, el individuo persuadido lo detiene en la actualidad, reuniendo en un punto su propia voluntad difusa, “hasta que este haga de sí mismo una llama”.
Y aquí estamos, con un compañero prisionero que ha superado los setenta días en huelga de hambre –un clavo fijo, hundido en nuestros días.
Puede que no sea “palingénesico” reunir toda una vida de luchas en un punto: ¿allí donde el enemigo pretende cancelarla? ¿No es palingenesia fundir con el espíritu cada caballo de frisia que custodia las amplias zonas débiles de la propia determinación?.
El poeta escribía: “Puse mis pies en esa parte de la vida más allá de la cual uno no puede ir por el deseo de volver”.
Independientemente de como acabe esta historia, no hay vuelta atrás.