«Hay testamentos que saltan muros para ir a parar a los ojos de los lobos»
A mediados de los años 60, como parte de una exposición que pretendía reivindicar la desviación absoluta con respecto a una sociedad del consumo y de las máquinas que en la época no había dado mas que sus primeros pasos, hubo quien pensó en crear (o presentar) un disfraz particular, el del Necrófilo. No se trataba tanto de rendir homenaje a un famoso profanador de tumbas francés del siglo XIX, como de mezclar y negar los límites entre la vida y la muerte – una forma de dar un vuelco a la resignación ante la fatalidad, para invitar a aferrar el deseo y la libertad incluso dentro del abismo, no obstante y contra toda convención social. La aparición pública del Necrófilo impresionó a todos los presentes, que en seguida le abrieron paso para mantenerlo a distancia. Pero su asombro creció desmesuradamente cuando se percataron de la inscripción visible en el dorso de su túnica, esto es, sólo después de su paso: Muerte, la vida está al acecho. En esta inversión del sentido común, ¿no está el más formidable desafío a cualquier forma de realismo y razonabilidad, a su lógica fútil y excesivamente confiada? Más de medio siglo después, la sociedad mercantil y tecnológica ha triunfado hasta el punto de proceder casi sin obstáculos al exterminio de cualquier forma restante de alteridad. La homologación ha alcanzado tal nivel de unanimidad que ya no es el descarte sino el reparto, ya no es la deserción sino la presencia y el arreglo con esta sociedad mortífera, lo que hoy es reclamado a viva voz hasta por sus críticos (sean moderados o radicales). La oscuridad a medianoche se ha convertido en tinieblas sin manecillas de reloj, el invierno del espíritu se ha cristalizado en una era de hielo de la inteligencia y la sensibilidad. El despertar de la aurora, la semilla bajo la nieve… nanas patéticas y vergonzosas. De posibilidad, la extinción se está imponiendo como una certeza. Sobre la tierra ya no existe lucha entre diferentes visiones contrapuestas del mundo y de la vida: hay una masacre unidireccional, patente y descarada como el genocidio que se está llevando a cabo actualmente en Palestina.
¿Hemos llegado a un sálvese quien pueda? En efecto, dentro de esta sociedad que emana un hedor a podredumbre por todos sus recovecos, está permitido imaginar sobrevivir por resiliencia, pero no oponerse con resistencia. Porque cuando la muerte se cierne, concreta y tangible en todas partes, lógica y razonabilidad pretenden que sólo se pueda intentar conservar la vida, ciertamente no vivirla. Para vivirla se necesitaría saber ir al encuentro de la muerte, no padecer con la cabeza gacha la que otros imponen, sino afrontar con la cabeza alta aquella decidida con autonomía, contra y más allá de cualquier paralizante conveniencia. ¿Nos encontraríamos entonces en escasa compañía? En el espacio si, pero no en el tiempo. Porque hay muertos que con sus palabras y sus acciones nos sugieren y nos critican, nos estimulan y nos interrogan, nos inspiran y nos consuelan. No los podremos (volver a) mirar a los ojos, pero están ahí, a nuestro lado – incitándonos quizás a desencadenar las malas pasiones, no a conquistar los medios de producción, a saborear el placer armado, no a perseguir el poder obrero. No es de ellos de quienes queremos y debemos despedirnos, si acaso de los muchos vivos que solo lo son porque respiran.