Para hacer una tortilla hay que romper los huevos
La sociedad en la que vivimos necesita de la cárcel. Hecho evidente, imponderable para un dominio que hace de la reclusión una advertencia contra quien sueña, quien desespera, quien desea otra cosa. La lógica del internamiento coaccionado ha pasado también por los campos de concentración nazis, pero se ha convertido en total en el reino de las democracias del consumo. Campos de concentración y centros de internamiento se mezclan en la variedad de la segregación: prisiones, celdas, centros de reclusión, cárceles de menores, instituciones siquiátricas, vigilancias especiales y arrestos domiciliarios, quizás un brazalete electrónico que nunca te abandona, son estructuras materiales y fortificaciones represivas cada vez más invasivas que se instalan en la mente.
Por un lado estructuras especiales de encarcelación y tortura como los regímenes de alta seguridad y el 41bis; por el otro la extensión del control social mediante la tecnología. Separar estos dos conceptos significaría no saber escudriñar que el mundo está adoptando la apariencia de una cárcel a cielo abierto. La represión es intrínseca a toda opresión experimentada en nuestras carnes. Ya que es a imagen de la prisión que la dominación en su conjunto ahonda sus raíces en el cuerpo y el espíritu de los seres humanos. La prisión es una encarnación flagrante, visible y palpable de la lógica autoritaria; así como la autoridad no podrá construir algo diferente a las prisiones, aunque estas puedan asumir diversas formas y colores.
Hoy estamos inmersos en una situación huxleyana: el control del comportamiento humano ha pasado de la imposición a los súbditos a una operación de interiorización de comportamientos inútiles con el fin de producir y perpetuar el dominio. Por esto las palabras expresadas la mayor parte de las veces yo no tienen el mismo peso, porque es la capacidad propagandística de la manipulación la que determina las relaciones entre las personas. El actual proyecto devorador del poder es ambicioso, puede que como nunca: eliminar la pasión en todas sus formas, sustituyéndola por un sucedáneo a través de dispositivos técnicos, directa y completamente adheridos a un mundo donde los procesos de las ciencias conductuales, cognitivas y biológicas dictan el ritmo de la servidumbre en la vida. Virtualidad y realidad que se mezclan como solución final al sentimiento de cada individuo.
Comprender el avance del enemigo es importante, conocer y estudiar sus estructuras, sus puntos neurálgicos y eludir su sistema de vigilancia con una cierta creatividad indeseada es vital. Pero todo esto se volvería una tarea de pensadores militantes si en nuestro corazón no portásemos la idea de la anarquía, de la destrucción de toda forma de poder y de que el intentar liberarse a si mismos es la mejor forma de intentar de liberarse con los demás. Si no fuéramos corazones palpitantes nos pondríamos a discutir como juristas en torno a las derivas totalitarias y la excepcionalidad como modo de gestionar problemáticas sociales por parte de la democracia. Y es aquí donde comienza la adaptación al mundo, en el tratar de llegar a un acuerdo, de existir un poco, de vivir alguna vez. Para deprimirnos en nuestro tiempo, en la recuncia a nuestros desórdenes, en la espera de un evento mesiánico.
Hoy, con anarquistas que arriesgan su vida en la cárcel, ¿es el momento de bajar las miras y fijar objetivos en la lógica del poco a poco o situarnos en el encantador mundo del riesgo, sin santos ni héroes, elevando la apuesta, es decir, nuestras propias odiosas vidas?
Abrazar la huelga de hambre e subvertir la seguridad en el terror está al alcance de quienquiera que sienta la irrespirabilidad de lo que le rodea. Para matar los propios demonios y volver a salir a ver las estrellas, basta con el realismo de objetivos específicos. A los muros no se puede resistir, hay que destruirlos: sin compasión y con alegría. Sin pedir permiso, haciendo mucho ruido o provocando un silencio infinito.
¿Queremos vivos o muertos a los encarcelados por el Estado?
“En las opresivas condiciones de vida que pesan sobre nosotros, las personas no exigen lucidez, demandan un opio cualquiera; y esto, a groso modo, en todos los ámbitos sociales. Si uno no quiere renunciar a pensar, debe aceptar la soledad. Por lo que a mi respecta, no tengo más esperanza que la de encontrar aquí y allí, de vez en cuando, un ser humano, solitario como yo, que se obstine a reflexionar, al quien pueda dar y con el que pueda encontrar un poco de comprensión. Hasta un nuevo orden tales encuentros siguen siendo posibles –como prueba el hecho que nos escribimos– y es una suerte extraordinaria, por la que debemos estar agradecidos al destino. ¿Quien sabe si, un día de estos, un régimen “totalitario” logrará, durante un tiempo, suprimir casi del todo la posibilidad material de tales encuentros?
(Simone Weil)