El Asesino de Sueños: mi ingreso en el 41 bis de Asinara – Un testimonio de Carmelo Musumeci

A causa de una guerra entre bandas rivales por el control de las actividades ilícitas en el territorio de Versilia fui condenado al ergastolo y en 1992 sometido a la “cárcel dura” del 41 bis, deportado a Cerdeña, en la isla de la Asinara. Llegué a la isla en helicóptero. Nada más bajar los carceleros me tomaron en custodia y me arrojaron en una celda provisoria en el centro del campo de deporte, frente a la famosa sección “Fornelli”. Tres helicópteros volaban sin descanso, haciendo de lanzadera entre Porto Torres y la Asinara, para trasladar a los presos a la isla. Los helicópteros no terminaron de descargar carne humana hasta la tarde-noche. La celda estaba increíblemente llena. Estábamos aplastados como sardinas. De repente los carceleros se pusieron en formación a ambos lados formando un pasillo que llevaba dentro de la cárcel. En sus manos escudos de plexiglás y porras. Miré a mi alrededor. Ya estaba curtido de cárcel. Enseguida imaginé lo que iba a pasar. Susurré a los prisioneros que tenía al lado: «En cuanto abran la puerta corred lo más rápido que podáis, y pase lo que pase no os paréis hasta que no estéis en una celda!»

La mayoría de ellos eran presos mafiosos en su primera experiencia carcelaria. No eran delincuentes acostumbrados desde pequeños a la experiencia de los reformatorios o de la cárcel de menores como yo. Más tarde entendí que los prisioneros mafiosos eran fuertes fuera, pero débiles en la cárcel. En prisión se someten y casi nunca se rebelan. A mi lado había un joven grande, con pinta de espabilado. […]. «¿Cómo te llamas?». «Tiziano… soy de Roma». Tiziano era alto y robusto, esbelto y tonificado. Parecía un estibador. Tenía el pelo corto, una cabeza de jabalí y dos ojos negros. Con una leve inclinación de la cabeza señalé a los presos que teníamos alrededor. «Estos no van a ayudar… no son delincuentes sino burgueses mafiosos, buenos para tomar una birra. Cuando salgamos de la celda permanezcamos cerca para cubrirnos el uno al otro. Yo me llamo Carmelo». […].

En seguida abrieron la puerta […] Los presos empezaron a salir. Sus miradas estaban aterrorizadas, mientras los carceleros se regodeaban. A los primeros en salir los llenaron de porrazos. Tiziano y yo nos miramos y partimos a la vez. Pasamos por encima de los compañeros que habían caído al suelo. Quien caía estaba perdido, le daban patadas y puñetazos. Algunos presos se quedaron paralizados y prefirieron quedarse dentro de la celda. Recibieron más golpes que ninguno, desencadenando aún más la ira de los carceleros. Yo corría agachado, con los brazos levantados intentando cubrirme de los golpes. […] De repente sentí un golpe seco en la cabeza acompañado de una tremenda punzada de dolor. Cuando estaba a punto de caer sentí que me agarraban del cuello de la camiseta. Era Tiziano que me arrastraba con él. Llegamos al pasillo de la sección. Las celdas ya estaban abiertas. A medida que se iban llenando los carceleros cerraban la puerta y golpeaban la compuerta.

Rápidamente me metí en la primera celda que vi vacía. Estaba tan rabioso y dolorido que temblaba. Miré a mi alrededor. El aire sabía a cerrado y a moho. Más que en una celda me encontraba en un pozo negro. Una auténtica tumba.

Las celdas del Asesino de Sueños (como llamo yo a la cárcel) de la Asinara estaban situadas en la parte menos iluminada de la prisión. Faltaba aire y luz. Desde la ventana de la celda sólo se podía ver un trozo de cielo, en la parte más alta. Había una fila doble de barrotes. Para completar, una densa red metálica. Traté de no hundirme. Tenía un dolor insoportable en la cabeza. Me dí cuenta que estaba herido en la cabeza y que tenía la camiseta empapada de sangre. Apreté los dientes. Busqué el lavabo con la mirada. Estaba cerca del retrete. El agua salía marrón. Me habían avisado que no era potable, pero no me dijeron que estaba tan sucia. Lavé la herida. A través de un trozo de vidrio incrustado en la pared encima del lavabo, vi que tenía una profunda herida en la cabeza y también sangraba de una ceja. Pensé que habría necesitado algún punto en la cabeza, pero decidí que no era el caso de llamar a nadie. A las ocho en punto del día siguiente, un carcelero pasó para tomar los nombres de los que querían salir al patio. Cuando abrieron el blindado, vi cuatro carceleros delante de mí con la porra en la mano. […] Uno de ellos me gritó: «Mafioso de mierda, date la vuelta y pon las manos en la pared». Me dieron ganas de responder en el mismo tono, pero habría sido un suicidio. Empecé a andar por el pasillo.

Después de pocos pasos, me hicieron entrar en una corraliza, una celda de cemento armado cubierta por una red metálica de agujeros estrechos que absorbía la luz del cielo. Delante de mí una docena de presos de aspecto asustado me miraban fijamente. Pregunté si tenían intención de rebelarse, pero en seguida me dí cuenta de que era una conversación con sordos. Pensé que sería su final. No me equivoqué.

En el trascurso de pocas semanas los presos se sometieron a todo tipo de vejaciones. Y para los carceleros se convirtieron en una especie de juguetes. Los torturaban, los destruían y los humillaban. […] Muchos de ellos antes que reaccionar, decidieron volverse “arrepentidos”. Incluso mafiosos de cierto “calado” llegaban a la isla y en pocos días de ese tratamiento se iban como colaboradores de la justicia.

Tras una semanas, mientras estaba en la ducha, sufrí una brutal paliza por estar más de los cinco minutos permitidos. Luego me arrojaron a la celda. Al día siguiente me desperté con un terrible dolor de cabeza. Me pasé la mano entre el pelo y noté heridas y grumos de sangre por todas partes. Sentí la frente empapada de sangre y me hundí en la angustia y la tristeza. Me puse en pie con dificultad, sentía el sabor de mi sangre en la garganta. Busqué el interruptor de la luz a tientas. Se encendió una tenue bombilla en el techo. Entrecerré los ojos para acostumbrarlos a la luz y tuve la fuerza de mirar a mi alrededor. Un gran ratón frotaba su cara en la sangre que yo mismo había escupido. Intenté darle una patada, pero el ratón fue más rápido y escapó por un agujero en la red de la ventana. […] Estaba solo, desesperado y aislado. La habitación estaba vacía, sólo había un catre fijado al suelo. No había colchón, ni sábanas o mantas, no había nada. Tenía una sed tremenda. Me resigné a soportar el dolor y me quedé dormido.

Por la noche abrí los ojos, por instinto traté de levantarme, pero renuncié. Sentía dolor en todo el cuerpo. Ni siquiera tenía fuerzas para recostarme en el catre. Me había dormido en el suelo, como un perro. Pensé que me habrían podido morder los ratones y me vino un escalofrío de miedo. Pero luego pensé que era estúpido tener miedo de los ratones. Había que tener más miedo de los carceleros. Sentía todos los huesos rotos y tenía sudores fríos. Traté de poner mi cabeza en orden, pero no pude. No conseguía pensar. Tenía la garganta seca. Habría dado cualquier cosa por un vaso de agua.

De pronto escuché algunos ruidos que venían del pasillo. Sentí miedo y me pregunté si merecía la pena levantarse. Al final decidí que no. Si los carceleros me querían volver a pegar no habría podido oponer ninguna resistencia. Escuché el giro de llaves en la cerradura de la puerta. Entraron cuatro carceleros y un médico con bata blanca. Los esbirros me miraron con indiferencia. El doctor me hizo tumbar sobre el catre. Vi la mirada de un carnicero cuando corta la carne. Tenía el pelo blanco, barba de cabra y ojos de zorro. «¿Cómo te encuentras?». Suspiré. Entonces sonreí de desesperación. Tragué, pero ya no tenía saliva. Tenía mucha sed. Y la boca me sabía a arena. «¡Bien! Nunca me he sentido tan bien». El médico hizo un gesto sarcástico. «¡Bravo!» Luego añadió pensativo: «Eres inteligente, puede que te las arregles». Se volvió hacia los carceleros: «Haced que firme el informe que dice que se ha pegado con otros presos en el patio». Luego me dio una palmada en el hombro y continuó: «Dadle un colchón, sábanas, mantas, sus cosas personales y una botella de agua, que tiene los labios resecos de sed. […] Dadle también algo de comer y traédmelo a enfermería que tengo que darle puntos en a cabeza».

El médico salió de la celda. Justo después los carceleros me pusieron el informe delante de la cara junto a un bolígrafo. Su mirada era gélida. Comprendí que si no firmaba estaba muerto. Ponía que había agredido a otros presos en el patio y que los carceleros habían tenido que intervenir para restablecer el orden. Mi corazón no quería firmar pero la sed y los dolores de mi cuerpo me empujaban a hacerlo. Intenté escribir mi nombre, pero el boli no tenía intención de funcionar. Ni siquiera el bolígrafo quería que firmase. Mientras tanto me cayeron un par de gotas de sangre de la nariz que sequé con la manga de mi camisa. Me dieron otro bolígrafo. Me quedé indeciso un momento. Mi corazón seguía poniendo resistencia mientras la mano firmaba la declaración. Los carceleros sonrieron satisfechos.

Rápidamente me dieron una botella de agua. Bebí casi la mitad, la otra la dejé para la noche. Me llevaron a la enfermería y me dieron cinco puntos en un lado de la cabeza y siete en el otro […]. Cuando volví a la celda encontré mis cosas, pan, manzanas y queso. Uno de los carceleros, con un grueso bigote, antes de cerrar la puerta me gritó: «Estarás seis meses en aislamiento». Tenía lágrimas en los ojos, pero las hice recular. Pensé que había sido un cobarde por firmar esa declaración. Y como castigo no me permitiría llorar.